22 noviembre 2006

XIV.- De Suegras, Ex-novias y anónimos


Así las cosas, Chemo regresó a su trabajo en El Centro, y Leire se encontró de nuevo sola.


En El Centro, ya conocía Leire a muchas personas, toda vez que- siendo novios- Chemo la había invitado pasar allí algunos días.

Había acudido, alguna que otra vez y en compañía de su hermana, a la casa que los padres de Chemo, naturales de la provincia, tenían allí.


Chemo comenzó a convencer a Leire de la conveniencia de comprar algo para ellos dos, con el dinero que Leire había ahorrado. Le sugirió que, lo más probable, es que terminaran ambos viviendo allí, de forma que, puestos a invertir el dinero de Leire, la mejor elección sería una casa en esa ciudad.
Y es que Chemo parecía no estar a gusto en la casa de sus padres, imaginaba Leire que por razones de intimidad.


Así fue como los fines de semana se desplazaban allí para mirar y elegir.


Finalmente, encontraron en venta un chalet precioso, a las afueras de la ciudad: casi cuatrocientos metros cuadrados repartidos entre dos plantas, sótano y ático.


Leire se enamoró de la casa. Y decidieron comprarla.
Se la habían ofrecido a muy buen precio; y los padres de Leire la ayudaron económicamente para poder adquirirla sin hipotecas ni préstamos.
Gracias al dinero ahorrado y a la generosísima ayuda de su familia, Leire compró su primera casa.

Los fines de semana volaron entre contratistas, presupuestos, obras, tareas de limpieza…
Chemo quiso construir un enorme mesón en el sótano de la casa: una cocina rústica que serviría para ofrecer un montón de fiestas a amigos y familiares de Chemo.
Leire se limitó a los armarios, de los que la casa andaba ciertamente escasa.


Chemo pagó las obras del mesón, que resultó fabuloso, y aún quedaba espacio para los dos coches y la moto de Chemo; y para una mesa de billar que le regalaron unos amigos.


Muebles, cortinas, accesorios, limpieza… Leire se ocupó de arreglar, buscar, contratar, pagar e instalar todo.


También acondicionó el ático-completamente desnudo- para que Chemo tuviera allí su despacho, biblioteca y hasta un baño completo y un dormitorio, por si se quedaba a trabajar hasta tarde y deseaba echarse un rato a descansar. Un sofá y una mesa baja, haciendo las veces de pequeña sala de reuniones... y una biblioteca de obra, siguiendo los desniveles del techo y pintada en blanco, como las puertas del dormitorio, el baño y el armario que Leire diseñó para ocupar un gran hueco sobre la escalera, contrastaban con el rojo inglés que eligió para las paredes del ático: luz, alegría y dinamismo fueron el resultado.

Y es que Chemo pasaba largas horas- tras su jornada laboral- sentado al ordenador, escribiendo libros relativos a la disciplina en que consistía su profesión.
Escribía deprisa y con seguridad, sin apenas correcciones, de forma que sus libros, solo o al alimón con otro compañero, salían al mercado profesional como churros.


Todos sus amigos se preguntaban de dónde sacaba el tiempo para hacerlo todo. Y es que Chemo sacrificaba la compañía de Leire para escribir. Pero Leire sabía que ese trabajo hacía feliz a su marido.

Por semana, sin Chemo, Leire seguía dedicada a su trabajo.

Le preguntaban si no le daba miedo dormir sola. Y no… Leire nunca sintió miedo, como tampoco supo nunca, por ejemplo, lo que eran los celos. Sin más.... esos temores no existían para ella.

Ni aún sintió miedo cuando comenzaron las llamadas anónimas vía teléfono:
Se producían siempre entre semana, cuando su marido no se hallaba en casa y entre las nueve y diez de la noche; dejaban a Leire decir tres o cuatro veces, “Diga, diga” y colgaban o esperaban en silencio a que colgara ella entre jaculatorias.

Prácticamente todos los días.


Más adelante se fueron haciendo peligrosas: llamaban de madrugada y siempre preguntando “por el anuncio”. Cosas como “si ahí es la señora casada y sin hijos que lo hace gratis”; “el travesti del periódico”, etc, etc.
Leire comenzó a pasar el tiempo del café en su trabajo escuadriñando las secciones de contactos de los diarios. Y encontrando, efectivamente, su teléfono con las susodichas “reseñas”.


Se lo comentó a Chemo porque, pasen las llamadas de quien nada dice, pero no el ver su número de teléfono “ofreciendo servicios” en los contactos del periódico.


Pero Chemo no le dio importancia. Hasta el día en que sonó el teléfono- de madrugada- estando él en casa: y comprobó por sí mismo que alguien al otro lado no respondía.


Curiosamente, ahí cesaron las llamadas.

No es que Leire- como explicaba anteriormente-, tuviera miedo... pero sí aprensión, pensando que alguien que la conocía quería hacerla daño en esa forma.

Para colmo, comenzó a darse cuenta de que le faltaba la ropa en casa: la de su marido… pantalones, camisas, pijamas... cosas que ella le había comprado; y zapatos… y hasta toallas y ropa de casa.


Pensó que, entre unas cosas y otras, debía estar enloqueciendo... aunque lo cierto era que las cosas seguían desapareciendo.

Hasta que dio con la clave: su suegra...


Como Lina tenía las llaves de la casa, entraba y salía como Pedro por su idem cuando la pareja se ausentaba. E iba recogiendo ropa: “estas sábanas, porque no las necesitáis; este pantalón de Chemo y el pijama y las mudas y esta camisa, para que tenga algo curioso que ponerse”.

Etc, etc ...


Aunque estallaba de indignación, Leire sólo se atrevió a pedirle que, por favor, si entraba en casa y se llevaba algo, se lo comunicara para no volverse loca buscando.


Aún asi, seguía entrando y cuando, por ejemplo, se iban durante los fines de semana de invierno a la casa de El Centro, se veían con que aquélla en la que vivian se había quedado congelada durante el fín de semana: los padres de Chemo habían “dado una vuelta” y decidido que no se gastaba calefacción mientras no estuvieran los chicos.
Y si la calefacción la hubieran pagado los padres de Chemo, habría sido una cierta excusa: Pero Chemo y Leire habían abierto, desde su boda, una cuenta corriente conjunta, en la que ambos ingresaban cada mes la misma cantidad, para atender a todos los gastos conjuntos y domiciliaciones.

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Leire perseguía a su marido con recordatorios familiares: “llama a tu madre, que es su cumpleaños”, “llama a tus padres para decirles que ya has llegado”, porque Chemo era un tanto olvidadizo para estos temas y de los que dejaban para más tarde la tarea de llamar para avisar de que había regresado sano y salvo de un viaje.
Leire hubo de convertirse en su Pepito Grillo y, salvo ella y Chemo, nadie en la familia de éste lo supo nunca.

Leire no hacía más que notar comportamientos extraños a su alrededor: una celebración familiar en la que todo el mundo comía lo mismo y, finalizado el almuerzo, su suegra llamaba por teléfono para contarle a su hijo que estaba vomitando.


Leire y Chemo hablaban con los demás y todos se encontraban bien. Hasta que Lina terminaba por "confesar" que algo se le había torcido ese día y por eso había vomitado.

En otra ocasión, Leire recibió una llamada de teléfono de su suegro:

Después de charlar un rato, le preguntó cómo se encontraba Lina y el hombre le dijo:

.- “Ahí la tienes, llorando por todas las esquinas y diciendo que se ha quedado sin hijo”.


Leire se sintió ofendida y le comentó a su suegro, para que lo trasladara a Lina, que su propia madre sí había perdido una hija, porque estaba muerta. Que a su suegra sólo se le había casado el hijo quien, por ende, iba a verles o a comer todos los días y que se pensase muy seriamente si no era una barbaridad lo que estaba haciendo.


Un día le propuso Chemo a Leire ir a visitar a sus padres a la casa que éstos tenían en un pueblo de veraneo. Leire, ese día, se encontraba con una crisis asmática y pensando en inyectarse una cortisona para salir de trance.

Se lo dijo a Chemo, pero éste insistió en ir.
A rastras, se metió Leire en el coche y se dejó llevar hasta el pueblo. La comida fue para ella un tormento y apenas podía tragar entre los esfuerzos por respirar y las lágrimas que le cerraban la garganta.
Cuando al fín terminó la comida, Chemo y Leire se despidieron para volver a casa; pero Lina les instó mil veces a que se quedaran a dormir.

Ni Chemo lo había pensado, ni Leire podía más… sólo quería volver a casa y buscar un inhalador.

No hicieron más que abrir la puerta de casa y ya sonaba el teléfono: era Lina, quien aseguraba, de nuevo, haber comido algo en mal estado, porque estaba vomitando... para luego “aclarar” que vomitaba porque los chicos no habían querido quedarse a dormir en el pueblo.

Así las cosas, Leire le propuso a Chemo que hablara seriamente con su madre, consciente de que tenía un problema psicosomático que pudiera llegar a convertirse un día en una auténtica enfermedad.
Pero ahí quedó todo.

Los padres de Chemo eran propietarios de su casa en El Norte, y en el piso inmediatamente superior vivían los tíos.
También poseían una casa en El Centro y otra en el Pueblo, para las vacaciones, además de varios locales comerciales y otros de garaje. Al padre de Chemo le gustaba conducir y pasaban el año viajando entre sus casas.
Los padres de Leire tenían una casa de vacaciones en un pueblo cercano a la de los padres de Chemo: tan sólo distaban unos tres kilómetros, más o menos.
Leire veraneó todos sus años de casada, hasta el nacimiento de su hijo, en la casa de sus suegros. Tres años.
No tuvo manera de convencer a Chemo de que pasara al menos una semana en cada de los padres de Leire, porque él aducía que se estaba mejor con la familia, a lo que Leire replicaba el consabido “¿es que yo nací de una col?”.


Así que, durante tres veranos, Leire no pisó la casa de sus padres.


El único aspecto en el que Lire pudo oponerse e imponerse a su fagocitante familia política, fue en el de las celebraciones de Navidad: Chemo escogía la Nochebuena para estar con los suyos y cuando llegaba el Año Viejo, argüía que sus padres estarían solos ese día y que por qué no iban a pasar la fiesta con ellos.

Leire estuvo a punto de montar en cólera (cosa para la que hacía falta fastidiarla muy mucho) y le decía que allá él, que un trato era un trato y las fiestas eran a medias.

Que nunca eran a medias. Porque en casa de los padres de Chemo se celebraba hasta el siete de julio: entre los amigos de Chemo llegó a haber pitorreo generalizado con eso de las “celebraciones familiares”, porque no había fín de semana que no se montara una comida por lo que fuese.

Asfixiante.

De hecho, uno de esos días que Leire hacía limpieza general y vaciaba armarios y cajones, encontró unas cartas. Pensando con ternura que eran las que ella le había escrito a Chemo y él guardaba, las tomó y las fue repasando.

Pues no:


El primer folio que leyó no era suyo. Era de una ex- novia, concretamente aquella chica que veraneaba en el pueblo de sus padres. Leire estuvo a punto de dejarla y hacer como si nada, pero le extrañaba que al cabo de tanto tiempo (y teniendo en cuenta que tuvo que decirle a Chemo, una vez casados, que ya parecía hora de quitar del salón la foto de él con su ex) conservara ese tipo de cartas.
Así que se sacudió la prudencia y los prejuicios y la leyó:


Era una carta de pretendida reconciliación: al parecer Chemo y ella ya habían roto y la chica le exponía sus razones sobre lo que fuese que versase la última y definitiva riña.

En la carta, la chica le decía que no era verdad que no le gustase su familia, sólo que se sentía agobiada y devorada por tanto acontecimiento familiar y esa especie de obsesiva y compulsiva pretensión de “unión” entre sus miembros.

Le pedía perdón por si inconscientemente le había hecho daño e insistía en que ella no tenía nada en contra de su familia.


Más o menos, esto fue lo que sacó en conclusión Leire de la carta.

Y se sintió aliviada, pensando que una anterior relación tenía el mismo sentimiento agobiante que ella respecto de las relaciones familiares de Chemo.

Desde entonces, pese a que nunca la conoció bien, Leire puede sentir lo que debió de sentir esa chica durante el noviazgo y ruptura... y siente una gran simpatía hacia ella.

Hoy día está casada, tiene niños y es feliz... y Leire se alegra por ella.

Chemo le contaba que su ex nunca había querido a su familia.

Y Leire nunca se atrevió a confesarle que había leído la carta y que a quien creía era a la ex, no a él. Aunque sólo fuera por propia experiencia.

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