07 noviembre 2006

XI




TERCERA PARTE

La Boda

I

“Invita la humedad en sus pestañas, y el primer beso abre puertas al siguiente. Y el abrazo se posesiona de su cintura.

Sobre mi regazo, afila el gris del iris; del claro al oscuro sigue su pasión y resbala hacia su boca que aprisiona nuestras lenguas.

Y me enreda; y la ato profundo en el abismo de su garganta, lacerándome en el placer de las aristas de sus dientes.

La siento desmayar, apoyada en dedos y senos sobre mi pecho. La sostengo sobre la palma de mi mano, perfecta redondez de fruta madura, manzana del Paraíso bajo mis dedos.

Cauto, lento, delicado, por atisbar su aquiescencia, deslizo apenas a punta de mis dedos, desde su nuca a la columna; y resbalo la esquina de la cintura para dejarme caer sobre la onda de su cadera... saboreando el camino, retrocedo, avanzo, vuelvo atrás... ya percibo el calor de sus piernas, en avanzadilla hasta mi vientre, vivo, en combustión.

Y la tomo entre mis brazos, depositándola bajo mis ojos, que ya recorren un eterno instante: antes de posarme nuevamente sobre su boca y deshacer, a ciegas, lazos y ojales... sólo entonces recupero el dominio de mis párpados, para dejar hallar a mis besos su propia ruta. Un momento de vacilación, que ella agota en un gemido. Y guía mis dedos, vueltos pinzas, en torno a sus senos... plenos y escarlata, agudos y dolientes, gimiendo cada paso sobre las aureolas, cada abrazo de mis yemas; cada salivación con que aspiro, paladeo, aprieto, mordisqueo; cada línea hasta la cima.

Y me urge hasta su vientre, sin paciencia para esperas: no es el centro su ombligo. De nuevo me guía, allí donde crece la marea donde se desatan las crecidas que ahora inundan mis dedos. Ahora su mirada se oscurece y dos lágrimas vacilan en sus pestañas.

Me toma y abre el paso hacia sí, toda dulzura y urgencia. Y sofoca con el dorso de una mano el gemido que le estalla la garganta... pero adelanta sus caderas, girando una y otra vez, en círculos cada vez más estrechos... golpeando como si la vida le fuera en ello.

Me siento morir mientras la aguardo y me fundo, me licúo... sintiendo que podría quedarme con ella la eternidad aún cuando el deseo me agoniza...

Ahora penas encuentra aire entre jadeos y me suplica que se lo de todo... todo.. ahora y siempre. Y con sus dedos marcando mi espalda, me dejo ir, muy lejos... apenas soy consciente de su sonrisa y de que ahora me encuentro de espaldas. Ella sobre mi, su, trono, firmemente anclada”

(Leire)



Llegó el día de la boda.

Leire, previamente, había concertado los servicios de una peluquera y maquilladora, pues había preguntado en varios sitios y se empeñaban en peinarla y maquillarla la tarde anterior. Francamente, ella no se veía como una gallina, durmiendo de pie, para no estropearse el maquillaje ni el peinado.

Bien temprano, pues la boda era a las doce, puso a toda la familia en pie de guerra, para no tener problemas con el baño, los espejos... y que su madre pudiera también ser maquillada antes de salir para la Iglesia.
Nada más llegar, la maquilladora se fijó en un punto negro que Leire tenía en la espalda y le dijo que se lo iba a explotar: “porque una novia no podía llevar semejante cosa a la vista”. Leire, que jamás se había explotado nada, se negó; pero de nada le sirvió la negativa:" a traición", la maquilladora presionó con las uñas y le formó, con el tiempo, un lío en esa parte de su anatomía del que Leire todavía se acuerda, aunque sólo sea por el agujero que le quedó tras la intervención y las curas que se le hubieron de practicar.

Peinada Leire y maquillada, le cedió el puesto a su madre mientras ella se disponía a vestirse con calma. Hubo de esperar a que la maquilladora finalizase su trabajo para ayudarla a vestirse completamente, pues el traje iba abotonado de arriba abajo en la espalda y, evidentemente, ella sola no podía abrocharse.
Los ojales eran demasiado estrechos y duros, como les suele suceder a los vestidos nuevos; y se las veían y deseaban para introducir los numerosísimos botones. Tan duro fue el trabajo de vestir a Leire, que llegó la hora de salir para la Iglesia y todo el mundo se fue corriendo porque “iba a empezar la ceremonia”, mientras Leire gritaba- al borde la histeria- que qué ceremonia ni qué, si la novia aún estaba en casa a medio vestir.
Terminó por urgir a su padrino y a su cuñado que, por lo que más quisieran, la ayudaran a abrochar esos dichos botones.

El caso es que tuvo que salir de casa con medio vestido sin abrochar.
Menos mal que con tanto encaje nadie pareció darse cuenta.

Bajó al portal, prácticamente perdiendo el velo; y allí encontró al tío de Chemo que quería hacerle unas fotos. Se encontraba nerviosa, pero pensó que esas fotos no podrían volver a repetirse, de manera que posó.
Ayudada por un amigo de su padrino, entró en el coche nupcial y se dirigieron a la Iglesia.
El tiempo no acompañaba mucho: de hecho había estado lloviendo toda la mañana y el cielo aparecía plomizo
“Por favor, por favor: que no llueva a la entrada y la salida, por favor, sólo pido eso”, rogaba Leire en el trayecto a las monjas de Santa Clara y a la Virgen. Y se portaron muy bien con ella.

Llegaron a la explanada de la Iglesia y Leire vio llegar hasta ella al novio más guapo del mundo: Chemo, quien le tendía la mano para ayudarla a salir del coche, cuando… ¡se dio cuenta de que se había olvidado del ramo de novia!
Rápidamente le contó a Chemo lo que ocurría y todos comenzaron a insistir en que entrara y se casara sin el ramo. Pero Leire, que no había preparado tanto para nada, dijo que no se casaba sin el ramo y que por favor alguien fuera a recogerlo de la casa de sus padres.
El hermano de su cuñado accedió y echó a correr. Mientras aquél regresaba con el ramo, Leire no sabía si morderse las uña o mandar a la porra al sacerdote, que la conminaba a entrar de una buena vez en la Iglesia.

Al fin llegó el ramo. Leire se echó el velo sobre el rostro y se asió al brazo de su padrino.


Más tarde algún conocido no invitado le comentaría que, al verla en la entrada del templo del brazo de su padrino, había creído que quien se casaba era precisamente el padrino: “¡qué novia más guapa tiene el chico!. ¿Quién será?”. Y es que Leire, gracias al cotilleo de tantos años sobre su persona, que le colgó el apelativo “de profesión, soltera” ” no parecía idónea protagonista de bodas, según parece.

Se suponía que Chemo debía esperarla en el altar… eso pensaba Leire, después de los ensayos y de aprenderse cuanto manda la tradición en estos casos. Pues no: la hicieron entrar a ella antes y esperar al novio en el altar. Tiempo después me confesó que eso le había producido una premonición desagradable, más aún que la del olvido del ramo de novia.


Y no fue la única durante la ceremonia: porque a Chemo, en el momento de jurarle fidelidad a su esposa, se le atragantó la palabra y, tras intentarlo varias veces, le salió en su lugar “felicidad”.


Bueno… Leire sonrió y pensó que tenía más valor prometer felicidad.

El párroco que ofició la ceremonia conocía de toda la vida a Leire y su familia. Su sermón fue, a juicio de Leire, fabuloso, pues insistió en los aspectos de la vida en común que podían matar el amor; recordó a los contrayentes (a juicio de Chemo, no parecía sino que el párroco le estuviese sermoneando sólo a él… aunque a Leire tampoco le hubiera extrañado) que nadie era perfecto ni cuerpo glorioso y que había que tomar con cariño y comprensión los pequeños defectos del otro.

Aún cuando Leire no deseaba sino que terminase todo, se sentía más relajada: disfrutaba de la música del cuarteto que había elegido y se volvía de vez en cuando para mirar los rostros sonrientes de sus familiares.

Alguien le reguntó después que si no repetiría: Leire le comentó que ni loca volvería a organizar una boda ni a protagonizarla… quizás porque ella sola se había tenido que ocupar de todo… hasta de pagar... excepción hecha del banquete y del viaje, que fueron a medias. Lo demás, todo por cuenta de su cuenta.

Y es que Chemo le había comentado a Leire la conveniencia de que hiciesen separación de bienes. A ella no le pareció mala idea: cada uno tenía su trabajo y sus ingresos y no dependía económicamente del otro. Pero no lo llevaron a cabo antes de la boda, pues Chemo no efectuó ninguna gestión al respecto y Leire estaba demasiado ocupada con los preparativos y su trabajo.

Tras la ceremonia y el consabido reportaje fotográfico, se sirvieron los aperitivos.

Leire se sintió zarandeada de un lado a otro: “¡una foto con la familia del novio, otra con la familia de la novia, ahora todos juntos!”. Una vez que le entregaron el álbum de la boda, se percató Leire de que la “novia” era su suegra: era a ella a quien Chemo daba la mano en las fotos, no a la recién desposada.

Felicitaciones, consultas del personal del restaurante, quejas de algún invitado porque se le sentaba junto a gente que decía no conocer de nada… Leire pensó que no podía más.
Por fin se sentaron a la mesa y, como estaba previsto… marisco y carne.
Y la novia debía ser un poema: jugueteando con los cubiertos mientras todos comían a dos carrillos.
Un camarero al que le estará toda la vida agradecida, se acercó a ella y, entre disculpas por el atrevimiento, le preguntó por qué no comía. Leire le explicó lo ya dicho a Chemo y su familia: que el marisco le producía alergia y la carne nunca le había gustado… y no había otra cosa que comer.
Entonces el muchacho se ofreció a traerle cualquier cosa de la cocina. Ella le sonrió agradecida por poder comer algo y que alguien hubiese tenido el detalle de tenerla en cuenta.

Tras los “¡que se besen, que se besen!” y la comida, con la mitad de los invitados ya achispados, comenzó a tocar la orquesta y ella abrió el vals con Chemo: Chemo no tenía la más mínima idea y aquello resultó más un forcejeo que una danza nupcial. Pero le pusieron voluntad y dieron unas cuantas vueltas hasta terminar la pieza, mientras Leire se las apañaba como podía con la cola de su vestido, cuya cinta se rompió nada más recogerla en su muñeca.


Terminó el vals y casi sin poder decir “hasta luego”, su ya suegra tomó del brazo a su hijo para bailar la siguiente pieza.


Como se dijo más arriba, el padrino de Leire era “putativo”: le hacía ese favor toda vez que el padre de la novia se hallaba enfermo y ella comprendía que no podría soportar la ceremonia ni el vals. Así pues, de la misma manera que el padrino se negó a regalar los puros y hubo de ponerlos Leire, también la advirtió de que no pensaba bailar el vals con ella.


De manera que Leire se vio sola en la pista de baile, jugueteando con el vestido y sin levantar los ojos del suelo; se sabía ahí en medio: ella, supuesta protagonista y rotundamente sola, y los ojos de todos sus invitados fijos en ella. Sola y avergonzada de que su novio no se diera cuenta, de que su padrino no le echara algo de valor para sacarla del apuro y de que nadie hiciese más que contemplar cómo iba su expresión del pálido al encendido.


Alguien le susurró, "¿bailas?". Y ella miró agradecida hasta la eternidad el rostro de su salvador, su héroe: Javier.
Alto, delgado, guapo, educado, cariñoso… el único amigo de Chemo capaz para la sensibilidad.
¡¡SÍ!!, prácticamente gritó Leire.

Pocos años después, supo que Javi había muerto en un gravísimo accidente, a causa de un derrumbamiento cuando transitaba con un jeep en otros mundos a los que su dedicación de cooperante le había llevado.
A la hora de escribir estas líneas, he de dejar constancia del agradecimiento y cariño inmensos que Leire le ha profesado y profesa a Javier desde el día en que no la dejó sola en la pista de baile.
Quiere creer Leire que, esté donde esté, Javier conoce la profundidad del afecto y reconocimiento que por él siente... desde aquél día, desde antes, y hasta el último de sus existencias.


Lina, su ya suegra, le preguntaba satisfecha: “Y... ¿qué se siente al ser la señora de…?”, y Leire, un tanto desconcertada, respondía: “nada… sigo siendo yo misma, con mi nombre y los apellidos de mis padres… no nací de una col”.

Y es que Leire guardaba una ironía mordaz para las inconveniencias. Un quasi-sarcasmo que podía resultar más venenoso que la picadura de un alacrán.

Puesto que el banquete se prolongaba todo el día, Leire hubo de regresar a casa de sus padres para quitarse el vestido de novia y ponerse un traje corto… a toda velocidad, ya que los amigos de Chemo les esperaban.
Merienda, cena… baile todo el día…

Leire no podía con su alma, y había de poner el mayor cuidado con las expresiones de su rostro:
El relaciones públicas del restaurante la había advertido de que una novia es por definición “feliz” y que si había algún problema ninguno de los invitados debía darse cuenta. Es decir: “te lo tragas todo”, venía a explicar. “Porque los invitados estarán pendientes de ti en todo momento”.

Y aquéllo no terminaba nunca.

Chemo bailaba con sus amigos, completamente olvidado de su novia.

Por fín, alguien sugirió seguir la juerga en una discoteca. Leire se horrorizó pensando en que enlazarían el banquete con la salida del avión para la luna de miel. Y se lo comentó a Chemo, quien se mostró receptivo y avisó a los amigos de que los novios se retiraban a descansar.
Leire respiró aliviada y pensó “gracias a Dios por los pequeños favores”

Entre bromas, felicitaciones y deseos de suerte, al fin se vio Leire camino de su nuevo hogar, al lado de Chemo.

Años después, el padre de Leire le comentaría las proféticas palabras que le dirigió su consuegro durante el banquete:

- “Conociendo como conozco a mi hijo, este matrimonio dura dos días”

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