01 noviembre 2006

VI



Cierto fin de semana, Leire se encontraba esperando la visita de Chemo... y se sintió afiebrada: se puso el termómetro y comprobó que tenía temperatura muy alta. Su madre desaconsejó cualquier cosa que no fuera guardar cama todo el fin de semana: y Leire lloró tanto y con tan hondo dolor por separarse otra semana más de Chemo, que la madre temió que enfermara seriamente y hubo de advertirla.


Era tan grande lo que sentía Leire… nunca antes había experimentado tal conmoción. Nunca antes había cedido su mente el control al corazón. Y es que ya no era sino corazón y cuerdas de chelo, que Chemo pulsaba a su antojo.


Leire, desde su despacho y entre expediente y expediente, escribía una carta semanal a Chemo. A veces se la enviaba por correo, otras la guardaba para entregársela en persona el viernes. Chemo hacía otro tanto… cartas inflamadas de pasión, en las que ambos aseguraban no poder vivir el uno sin el otro; ser el uno para el otro lo mejor que habían encontrado en sus respectivas vidas. Cartas en las que Leire suplicaba por unos cables, aún no inventados, que conectasen sus cerebros y almas, para probarse lo que sentían.

Docenas de cartas guardó y releyó Leire hasta hace sólo unos pocos meses, cuando tomó la decisión de devolverlas a su autor. Unas misivas que habían dejado de intercambiarse cuando Chemo, al poco, se aburrió de escribir.

Entonces-creía aún Leire- que, cuando cesa la pasión, lo que queda es el AMOR. Y no... a veces no queda nada...



A Leire no le importaban las anteriores relaciones de Chemo; no sentía curiosidad: “me basta el aquí y ahora”, decía.
Pero Chema insistía en contarle:
Así supo que había tenido una larga relación con una chica de dieciocho años que veraneaba en el mismo pueblo que los padres de Leire: al parecer fue una relación de altos y bajos que, decía Chemo, había cortado él, a pesar de que ella quería casarse.
A esta chica le siguió una mujer de origen asiático a la que Chemo conoció en su ciudad de trabajo; y a la que dejó también cuando ella entendió que habían de casarse:
Al parecer, la educación recibida lpor la cxhica le hacía entender que las relaciones sexuales debían seguirse del matrimonio; y Chemo le hizo ver la discrepancia de mentalidad.
Ella, según Chemo, volvió a su país, destrozada, y allí intentó acabar con su vida, cortándose las venas. Afortunadamente, explicó Chemo, no lo consiguió y hoy día está felizmente casada con un compatriota.

Y la inmediata antecesora de Leire quien, al mismo tiempo que con Chemo, salía con un hombre casado, hasta que ella dejó temporalmente a Chemo por volver con el otro.
Al parecer, cuando la chica intentó reconquistar a Chemo, éste- primando el orgullo- la rechazó.

Chemo presumía de ser siempre él quien cortaba la relación; y de que siempre le habían “cazado”: que nunca hubo de esforzarse por conseguir una mujer. Supuestamente, Leire era la única por la que hubo de esforzarse para conquistarla.

Apenas se detuvo un instante Leire en considerar esta actitud de Chemo como presuntuosa y entender que se estaba pavoneando ante ella.
Era algo más profundo, como entendería con el paso del tiempo. Y es que a Leire debió haberle quedado meridianamente claro que NADIE abandonaba a Chemo.

Otra peculiaridad de Chemo parecía ser su preferencia, cercana a a obsesión. por las mujeres vírgenes y, según él, vírgenes fueron todas sus novias. Este tema causaba cierto apuro y malestar a Leire, poco acostumbrada a tratar de su sexualidad con nadie y nada dispuesta a otorgar tan desmedida relevancia a ese tema: a su juicio, obsoleto para la mentalidad de la sociedad del momento y con un mucho de sexismo.

En fin… Entonces para Leire el mundo era de color azul-bebé y cada nuevo día olía a recién nacido y a promesas que no se atrevía a desear se cumplieran. Tan feliz era esperándolas y viéndolas flotar como pompas de jabón.

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