01 noviembre 2006

III



Primera Parte

"Así eran… así fue"

I

Aún no tenéis rostro y aún me desconocéis:

Pero os he imaginado tantas veces... desde que me ví levitando sobre escaleras de mármol y engalanada con corazón de rubíes: haced un esfuerzo y recordaréis ese mi sueño; a buen seguro también el vuestro: tanta es su fuerza.

Sabréis pues, de mis esfuerzos, mientras espero la llegada de Hypnos, en recrear las cualidades que ornan vuestra persona: seguramente reís esos esfuerzos por no desvanecer siquiera mi imagen (la deseada) en la muy ténue bruma de imaginación que la nimba... habéis de saber que hace falta un esfuerzo más que consciente por sostener el encanto.

Como iba diciéndoos, no quiero siquiera imaginar vuestra apostura: tan sólo lo que debéis llevar en vuestro corazón:

Y así, os pienso elegante, cortés, rico en detalles, soberbiamente erguido pero carente de soberbia; más ocurrente que avasalladoramente inteligente; rey del humor que no de los bufones: conciliador, perceptivo, empático... resolutivo, fuerte y debilitado, romántico y gótico, a veces victoriano; Discutidor en diálogos sin puñales ni heridas; y leal como no sabemos ser los humanos. Generoso de toda merced, aún (incluso) no solicitada: cruzado de causas justas y perdidas, paladín sin causas ni causa. Creso de cariños y plutócrata de sinceridades. Depositario de todos mis sueños, en fín.

Vuelvo a oir vuestra risa: creéis que imagino incluso más allá de lo imposible: y no es así... nada más imposible que lo que no se sueña.

A veces no puedo evitar que una negra sombra se yerga sobre la imagen que piensa la idealización de mí... pero soplo, soplo, soplo, con los carrillos bien henchidos de viento y la aparto poco a poco, para dejar paso a la luz que hago nacer entre las cejas.

No estoy acostumbrada a esta época ni a la vuestra: mil excusas por el lenguaje, quizás excesivamente "tierno". Pero no conozco otra forma de haceros saber… que, algún día, el Amor inundará Fantasía: y entonces, nuestros Mundos serán UNO.

(Leire)


A comienzos de aquél año, con treinta y uno más que cumplidos, Leire se sentía en la cima del mundo: por fin quedaba detrás el sufrimiento de duros años de estudio, compartidos con los cuidados de su hermana, ya fallecida; y veía el título colgado de la pared de su flamante despacho.
Nada del otro jueves si no se mira con ojos de propietaria: un ventanuco al patio y apenas espacio para dos sillas, el escritorio, el archivador de expedientes y la mesa auxiliar para el ordenador y la impresora.
Pero era suyo… junto con los dibujos de propia factura que colgó para darle calor al espacio, y la planta absolutamente falsa que colocó sosteniendo una esquina.
Trabajo de sábados y domingos y horarios de locura para demostrar que "valía": que no era sólo la “recién licenciada”, la “secretaria”, la “hija de…”, sino ella misma, con nombre y apellidos, con voluntad, inteligencia y esfuerzo propios.
Casi cuatro años de paseos por Juzgados y Audiencias de medio país, de entrevistas con los clientes; de malos ratos frente a Señorías con expresión de hastío; de alegrías importantes y profundos disgustos.
Pero allí estaba: socia de la firma y consolidándose.

Leire fue siempre un caso “extraño” desde el punto de vista de la relación romántica. Quizás porque siempre antepuso el análisis y el raciocinio a las cosas del corazón y se veía incapaz de simplemente “sentir”.
Su inocencia respecto del amor y las relaciones entre dos podría tildarse de extraordinaria: pocos adultos llegan a los treinta años sin haber siquiera dado y recibido un beso en los labios.
Cuando se la interrogaba al respecto, siempre contestaba que en su adolescencia había visto la tristeza que las relaciones terminadas dejaban en sus amigos; las humillaciones a las que muchas veces acompañaba la ruptura; los cotilleos despiadados de chicos y chicas acerca de sus ex-parejas… y ella no quería pasar por todo eso: tenía la impresión de que un simple beso bastaría para desatar en su vida un cataclismo… y sólo aspiraba vivir en paz.

Así se fue pasando su tiempo, mientras rechazaba un acercamiento tras otro y cobraba reputación de “extraña” sin que, aparentemente, la molestara mucho el sambenito:


“Ya llegará el momento. Por ahora valoro más la amistad que el amor, porque intuyo que éste rompe la más fuerte de aquéllas”, aducía.

Leire se había, más o menos, acostumbrado a que se refirieran a ella como “rara avis”: y es que buena o mala, pocas personas caminan sobre el mundo con tanta personalidad para defender y mantener sus actitudes de vida, conciencia y puntos de vista, sin dejar por ello de buscar y atender otras posibilidades.
Bien es cierto que hay quien se sostiene sobre la marea de ideas impuestas o de moda por el puro placer de la contradicción; pero no era éste el caso de Leire, nadadora contracorriente sin esfuerzo o pretensión.
Cualquier tema ha pasado siempre por la mente de Leire procesos de desbroce, exámenes con lupa y revisiones analíticas, hasta obtener una postura (a veces conclusión y certeza) meditada y propia. Una especie de cruce entre entomóloga mental, versión femenina y actualizada de Santo Tomás y esforzada parapsicóloga: porque
Leire creía firmemente en los mensajes del sueño, las premoniciones a golpe de intuición y todo aquello que sentía existir aún no estando a la vista.
A menudo incapaz de creer en otra cosa que no fueran los hechos, sin embargo imaginaba un alto muro que la privaba de conocer aquello que para la mitad del mundo resulta invisible y, por tanto, inexistente: Dios, Vida tras la vida, inmortalidad de energías y consciencia… cualquier posible manifestación de aquéllas. Un acicate delicioso para su insaciable curiosidad.


Y es que matizaba a Leire una exacerbada sensibilidad que, unida a su crítico raciocinio, enganchaba su espíritu como la cuerda de la que en cada extremo tiran dos forzudos.
Capaz de derramar inesperados lagrimones mientras veía incluso anuncios en la televisión podía, sin embargo, atender a un enfermo sin perder la sonrisa en ningún momento y ocultar el dolor tan hondo que nadie podía percibirlo: “¿Cómo consigues estar siempre sonriente?”.


Pero Leire perdió esa alegría hace unos años y apenas le queda un resto desde el que se empeña, con todas sus fuerzas, en reconstruirse.
Hoy todo la hiere: porque se ha acostumbrado a ser herida.

Conseguidos sus objetivos de independencia, con un trabajo que la apasionaba y le proporcionaba buenos ingresos, respeto profesional y conocimientos a todos los niveles, Leire meditó en “aquello” que ahora sí echaba en falta: un cariño especial, un sentirse acompañada que no encontraba en otras compañías, una complicidad, un contarle a otro los pensamientos y deseos que nunca había antes contado; una caricia inesperada, una lealtad que comenzaba a añorar aún sin haberla conocido antes, pero que intuía.

Y como suceden estas cosas, por casualidad, llegó un día:

No hay comentarios: