28 noviembre 2006

XVII

Cap.VII

El Infierno


El embarazo llegaba a su fín.

Trece días antes de a fecha prevista para el parto, se decidió practicar una cesárea a Leire: el bebé continuaba “atravesado”... y si bien algunos médicos insistían en que podía cambiar de posición en el ultimo momento, Leire estaba de acuerdo con la decisión de su ginecólogo de adelantar el nacimiento: Así tendría una fecha segura y Chemo podría asistir.

Ingresó un día de noviembre para dar a luz al día siguiente.
Había, previamente, solicitado epidural; y es que no quería perderse el nacimiento de su hijo por nada del mundo.

Poco después de las diez de la mañana, tranquila, ya anestesiada y con un aporte suplementario de oxígeno para ella y su bebé, Leire era presentada a Dani:

Una criatura perfecta, con sus 53 centímetros y 3.600 gramos.
Leire no supo qué decir: mil sentimientos la sacudieron en un segundo y la dejaron incapaz de articular una palabra… solo logró decir: “qué grande eres, cariño”.

Dani se la quedó mirando son sus inmensos y rasgados ojos, en silencio y con expresión de susto, pero sin derramar una sola lágrima.
No fue hasta que le retiraron para hacerle las pruebas neonatales, cuando Leire escuchó por vez primera el llanto de su niño.

Tras unas horas interminables y dolorosísimas en reanimación, Leire ocupó de nuevo su cama en el Materno. Al día siguiente le entregaron a Dani.
Leire preguntó- por decir algo, a las enfermeras- qué tal se había portado su bebé esas veinticuatro horas en la incubadora: y éstas contestaron, con cara de pocos amigos: “no creas… no muy bien”.
Digamos que la respuesta no dejó muy buen ánimo en Leire… pero pronto la olvidó para concentrarse en su pequeño.

Dani era un bebé hermoso: sonrosado, en absoluto “arrugado” y, francamente guapo. Leire le contaba los deditos de las manos y de los pies y le miraba los gestos, entre admirada de haber sido capaz de tener un bebé y asustada por la responsabilidad y el cambio que Dani imprimía a su vida.

Pero no hubo mucho tiempo para pensar: Dani lloraba a todas horas y siempre parecía molesto.
Leire estaba sola y se las veía y deseaba para tomar al bebé entre sus brazos, atada como estaba por una vía a un trasto con ruedas lleno de bolsas y tubos.
Y es que el padre de Leire había sido operado pocos días antes de su enfermedad; y la madre no podía separarse de su lado: la operación había sido compleja y de nefastos resultados, al haber sido realizada por un equipo médico con escasa o nula preparación.
Así pues, durante la semana que Leire estuvo ingresada junto a su bebé, apenas pudo contar más de una visita de sus padres.

Los padres de Chemo les visitaron en una sola ocasión… y nada dijeron sobre el recién nacido nieto: ni guapo, ni feo, ni gracioso, ni alto, ni gordo… nada. Ni una palabra.

En cuanto a Chemo… Leire envidiaba a sus compañeras de cuarto: sus maridos se quedaban con ellas todo el día y parte de la noche. Mientras Chemo batía récord el día que se quedaba más de una hora.

El día que les dieron el alta, Leire se llevó uno de sus mayores disgustos de su vida de casada: Chemo anunció que no podía esperar ni media hora a que les dieran el parte médico y llevarles a casa. Se marchaba; y ya se irían su esposa e hijo con sus tíos, en un taxi.
Leire soñaba con el momento en que los tres, su familia, entrarían en casa… y tantas cosas que se le derrumbaron de un plumazo.

Así pues, Leire tomó a su bebé y le llevó a su nuevo hogar en taxi. Junto a los tíos de Chemo, y una decena de tiestos y centros florales, regalos de su familia, de los tíos de Chemo, de las amigas…; porque de Chemo y los padres de éste no recibió ni una sencilla margarita… ni un simple, pero reconfortante, “gracias”.
Nada.

Mientras Leire se dolía en el taxi con estos pensamientos, Chemo debía encontrarse ya bien lejos… en todos los sentidos.

Y Leire, sola con Dani, nerviosa ante su primer baño, sus primeros cuidados… pero feliz de saberle ya ahí, en su casa, en su cunita.

Dani se reveló, desde el primer momento, insomne total: no había forma de dormirle, ni de día ni de noche.
Y voraz: Leire le alimentó al pecho durante seis meses, durante los que terminó espaciando las tomas tan solo una hora y media.
Dani se esforzaba por gritar cada vez más alto, de forma que, a los dos meses de su nacimiento, estaba afónico. Leire lloraba y le preguntaba al pediatra que debía hacer para que el bebé recuperase la voz… y es que la angustiaba contemplar su carita de sorpresa e impotencia mientras abría la boca y se percataba de que no emitía sonido alguno.
El pediatra se esforzaba por aguantar la risa y tan sólo “recomendaba” que Dani no gritase más.

A pesar de no dormir y pasarse el día y la noche gritando, Dani crecía y engordaba muy bien… en proporción inversa su madre, quien a los cuarenta días, en la revisión ginecológica preceptiva, dejó asombrado a su médico, al comprobar éste que había perdido ya los once kilos del embarazo más cuatro “suyos”. Quince kilos perdió, pues, Leire en cuarenta días.
Cuando una vecina que había dado a luz un mes antes que ella le preguntó cómo hacía para "conservar el tipo", Leire le comentó sin más: “no poder comer, no poder dormir y tener que pasarse todo el día en pie, de paseo o meciendo al bebé. Es fácil”

Y es que, salvo los fines de semana, que llegaba Chemo, Leire sólo tenía compañía en las visitas que a diario hacía con Dani a casa de sus padres.

Sus suegros acudieron una vez a verles... y la instaron a que llevase el bebé a su casa. Pero Leire vivía en la otra punta de la ciudad y, además, sus suegros vivían en un cuarto piso sin ascensor… Leire les preguntaba cómo se las arreglaba para subir cochecito y bebé hasta allá arriba… además no había portero a quien pedir ayuda y Chemo no estaba. Como no le ofrecieron facilidad ni ayuda de ningún tipo, Leire decidió que llevarían al bebé cuando estuviera Chemo, y así cargarían entre los dos a Dani y su cochecito.

Los tíos de Chemo se portaron por aquéllos días como debían haberse portado los padres de aquél: como unos abuelos; y asi se lo hizo saber Leire, agradeciéndoles sus visitas y los caldos que la tía de Chemo le llevaba para ayudarla a recuperarse de la cesárea.

Tan sólo hubo con los tíos de Chemo un punto de frncción. Y es que , en una ocasión, ante los sempiternos gritos de Dani, la tía de Chemo quiso calmar al bebé diciéndole:

.- “claro, hijo, claro… es mamá, que es mala; qué mala es mamá, ¿eh hijo?”

Leire saltó como una pantera al oir estas palabras y le pidió a su “medio-suegra” que, por favor, nunca volviera a decirle, bajo ninguna circunstancia, a Dani que su mamá era “mala”.

No sé si exageró… Leire a los pocos minutos ya estaba arrepentida del “salto” y pedía perdón. Por las formas, no por el contenido.

Como era Leire quien alimentaba a Dani, Chemo no se levanataba de la cana… ni aún para calmar al chiquillo. Lo cierto es que no eran pocas las mañanas en que Leire, rota de cansancio, escuchaba con incredulidad decir a Chemo:

.- “Qué bien se ha portado Dani esta noche, ¿verdad?. No ha llorado ni una sola vez”

.- Sí… -replicaba Leire- ha sido buenísimo: Sólo me he levantado a calmarle cada media hora, en toda la noche.

Esos fines de semana en los que por fín veía Leire a su pequeña familia al completo, apenas le quedaba tiempo entre asear y alimentar al bebé, planchar, limpiar la casa, hacer la comida y la compra y lo que surgiera… mientras Chemo seguía sin prestar atención a esas cosas llamadas “aspirador” o “plancha” o siquiera caer en la cuenta de lo agradecida que Leire se sentiría sin tan sólo hiciese la cama de vez en cuando.

Lo cierto es que Chemo ni siquiera miraba a su hijo.

A los dos meses, Dani fue diagnosticado por su pediatra de hiperactividad. Informó a Leire de que estos chiquillos solían ser muy inteligentes, pero… a Leire le esperaba una vida muy dura.

Leire se ocupó de las rabietas, de las noches sin sueño de ambos; de un granuloma umbilical que, bajo supervisión del pediatra, se encargó ella misma de ir extirpando; de una tremendo eczema de pañal que dejaba el culito de Dani en carne viva… y la casa llena de pañales de algodón secando, sin que el niño mejorara, siquiera con un tubito de pomada casi agotado que el padre de Chemo le entregó y que Leire, ya desesperada y sumamente suspicaz a la cortisona que recetaba el pediatra, probó con Dani.

Al mes de nacer, Dani se sostenía perfectamente y erguía bien tiesa su cabecita, de manera que Leire lo tomaba en brazos, ponía música y bailaban juntos por el salón de casa hasta conseguir que Dani dejase de gritar… por unos minutos.

A los dos meses, Dani regurgitaba la leche: un problemilla de píloro. Por ello el pediatra aconsejó que permaneciera sentado la mayor parte del día, hasta que comenzase a ingerir papillas y el problema se fuera resolviendo por sí solo.
A Leire le daba pena verle tan chiquitín, sentadito en la hamaquita… pero no había otro remedio.

Un día, estaba Chemo leyendo el periódico, sentado en “su” sillón, y Dani sentado en su hamaquita, a un metro de su padre.
Leire pasaba, cargada de ropa para planchar, y sorprendió una expresión de tristeza en su bebé quien, en aquél momento, contemplaba al padre.
Comprendió que Dani se encontraba solo en compañía de su padre, y así se lo hizo saber a éste:

.- Chemo… por favor… mira con qué carita de tristeza te está mirando tu hijo…

.- ¿Y qué quieres que haga?- replicó Chemo-

.- Pues no sé… puedes, por ejemplo, seguir leyendo el periódico, pero sentado a su lado, tomándole de la manita y, de vez en cuando, le lees algo en voz alta... –aventuró Leire-

.- ¿Para qué?- protestó Chemo- ¡Si no se entera de nada!.

.- Vamos a ver, Chemo- intentó razonar Leire- puedes llamar a un bebé “cebollino” con voz dulce y afectuosa, que aunque él no se entera de que le estás insultando, porque no comprende las palabras, sí comprende perfectamente el tono. Cualquier cosa que le digas con ternura él la captará: sabrá que estás pendiente de él y que le quieres.

Ante las protestas de Chemo, Leire hizo gala de su más gélida ironía:

.- “Chemo: tienes un hijo, No un mando a distancia.

Y se fue de la habitación, absolutamente indignada ante el despego de Chemo con su hijo.

Tiempo después, cuando Dani tenía alrededor de año y medio y Leire, preocupada como toda madre primeriza, aún seguía algunas noches levantándose sólo para comprobar que el niño se encontraba bien, se descubrió pensando en catástrofes y accidentes y sintiendo, ante el sólo pensamiento, que no viviría un minuto más que su hijo, si algo le pasara a éste…
Quiso Leire compartir su angustia con Chemo y le dijo:

.- ¿Sabes?... a veces me vuelve loca la angustia de pensar que a Dani pudiera pasarle algo. Estoy segura de que moriría si algo grave sucediese.

.- No tendrías que preocuparte de morir, Leire-aseguró Chemo- te mataría yo.

Leire, sorprendida y asustada de estas palabras, miró con atención la grave expresión de Chemo… y supo que sentía y cumpliría todas y cada una de sus palabras. Y un escalofrío le corrió por la espalda hasta la nuca.

Tiempo después, ya viviendo sola con su hijo, Leire tuvo tres ocasiones, al menos, de comprobar sus propias fuerzas y temple:

Por dos veces Dani, cumplidos ya los dos años, se atragantó con una galletita. Leire, estremecida de pánico pero firme, tomó a Dani por los pies y le colocó cabeza abajo, mientras le daba palmadas en la espalda hasta hacerle expulsar la galleta… y explicarle, una vez pasado el susto, que su mamina no le estaba pegando, sino ayudándole a sacar la galleta y a respirar.
La última vez que Dani se iba asfixiando con una patata frita, ya con cerca de cuatro años, Leire se colocó tras su espalda y le abrazó con fuerza el pecho, presionando rítmicamente hasta que el niño consiguió vomitar la patata que le cerraba la respiración.

Jamás Había pasado Leire tanto miedo en su vida, jamás… en una ocasión sola en casa con el niño; las otras dos, en casa de sus padres. Mientras el rostro del niño pasaba del color rojo al morado y la madre de Leire gritaba y lloraba que el crío se asfixiaba, Leire conseguía mostrarse fría y calmada para auxiliar a su hijo.
Luego, cuando todo había pasado, Leire abandonaba despacito y con discreción el cuarto, y se encerraba en el baño a llorar la angustia y el miedo…

Cuantas veces hubo, después, de llevar a su hijo a urgencias, pues durante cuatro años llegaba siempre enfermo después de pasar con su padre un fín de semana.
Y esguinces cada dospor tres... no tenía medida ni consciencia del peligrolo…

En cuanto a las salidas a solas( puesto que, una vez casados, Leire se vio arrastrada por Chemo junto a las compañías de éste) desaparecieron totalmente: el nacimiento de Dani no iba a ser una excepción... nada de “canguros” y nada de salir los tres juntos.
Si el tiempo lo permitía (el meteorológico y el de las tomas de Dani) había que salir con los amigos de Chemo o ir a casa de los padres de éste.

Las salidas nocturnas eran cosa exclusiva de Chemo. Leire se quedaba en casa con Dani, por "mandato" de Chemo.

También se negaba Chemo a pagar una ayuda a Leire para las tareas de casa. De modo que tuvo que pagar ella misma y de sus ahorros a una señora que la ayudase un par de horas al día, mientras ella se ocupaba de Dani.
La prestación por maternidad del Colegio de Abogados fue el último dinero que Leire percibió por su trabajo.
Aún estando de baja por maternidad y sin percibir un solo céntimo desde ese último verano anterior al nacimiento de Dani, Leire costeó todo lo necesario para su bebé: a excepción de la cunita, regalo de su madre, y de la cuna de viaje, regalo de su suegra, Leire mantuvo sola a su hijo: ropa, bañera, moisés, cochecito, medicinas, aseo, pañales… todo.
Y todo por partida doble, puesto que viajaban a El Centro los fines de semana y no podían cargar con todo lo necesario para el bebé, de forma que Leire hizo el gasto por duplicado, para que a Dani no le faltase nada en ambas casas... y por no oir las contínuas protestas de Chemo por la carga que llevaba el coche.
Chemo no compró para Dani siquiera unos patucos…
Leire se vio apenas sin dinero, entre la compra de la casa de El Centro, las obras, los muebles… y lo necesario para atender a Dani. Por si fuera poco, Chemo se había acostumbrado a pedir a Leire que sacase el billetero en cualquier ocasión: almuerzos con los amigos, electrodomésticos que se estropeaban…
Y es que cada quién tenía sus propios ahorros, dineros y tarjetas de crédito desde el inicio de su matrimonio y la separación de bienes, salvo la cuenta en común que habían abierto para los gastos de la casa de Chemo, en la que comenzaron su vida matrimonial. Pero siempre, por una u otra cosa, terminaba Leire sufragando cualquier gasto con sus ahorros.

En una ocasión, durante los primeros meses del embarazo de Leire, se estropeó la caldera de la casa de El Centro, y comenzó a derramar gasoil a chorros… nada más bajar del coche y encenderla para caldear la casa. La hermana de Leire, que se hallaba con ellos para pasar ese fín de semana, intentó limpiar con una fregona, mientras Leire se encerraba en un cuarto y llamaba a su cuñado médico para preguntarle si podía ser tóxico para el bebé. Su cuñado le aconsejó que abriera las ventanas y se encerrara lo más lejos osible de aquél olor a gasoil, puesto que los efluvios podían afectar al niño.

Mientras Chemo y la hermana de Leire luchaban contra la caldera y llegaba el técnico, Leire permanecía en la habitación rehaciendo maletas, pues con semejante escape debían regresar a El Norte.

Pasado el tiempo, su hermana le comentó algo que la había asombrado:

Cuando el técnico de la caldera terminó de repararla y exhibió una escandalosa factura (alrededor de cincuenta mil de las antigüas pesetas)
Chemo le pidió a la hermana de Leire que abriera el bolso de ésta y sacara de allí el dinero.

La hermana sabía, por otras salidas con Leire y Chemo, que ésta terminaba siempre pagando las cuentas, pues Chemo decía no llevar “suelto”… pero de ahí a comprobar que también las cosas de la casa las pagaba en exclusiva Leire… la dejó bastante perpleja. Pero no quiso disgustar a su hermana y jamás le comentó nada del asunto, hasta pasado mucho tiempo.

Y lo cierto es que nunca supo la familia de Chemo “quiénes” eran los Reyes Magos:

Cuando Leire salía a comprar los regalos para su familia e instaba a Chemo a que hiciese lo propio, éste argüía tener mucho tiempo aún por delante. Al final, el tiempo se terminaba y Leire, a la carrera, terminaba con el “·encargo” de Chemo de comprar regalos para los padres, los tíos, la abuela, el hermano, la cuñada y las dos sobrinas.
Leire pensaba, buscaba, compraba y pagaba... sin que Chemo tuviera siquiera el detalle de ofrecerse a reintegrarle a Leire el importe de las compra o- lo que es peor- dejándola sola con el devaneo de sesos, por buscar regalos que agradasen a todos y cada uno de los miembros de la familia de Chemo.

Al mes de nacer Dani, Leire se vio esquivando las patas de los camellos en plena cabalgata de Reyes, y corriendo detrás de su marido que se empeñaba en que “aún había tiempo para comprar los regalos” de su familia. Ese año se juró a sí misma Leire que nunca más se vería en las mismas.

De modo que, salvo las últimas Navidades que pasaron juntos, los Reyes Magos de la familia de Chemo fueron de Leire en exclusiva. Y la familia de Chemo jamás lo supo. Como jamás supieron que Leire era el “pajarito” que siempre ponía el teléfono a Chemo en la mano con el aviso de tal o cual onomástica.

Y si lo supieron, jamás se lo hicieron saber a Leire.


Tampoco supo nunca Leire en qué gastaba Chemo su salario… salvo lo que entonces estaba a la vista: en cenas y salidas nocturnascon los amigos, mientras ella se quedaba sola con Dani, en casa.
Los padres de Leire no podían entender ese “despego” y desinterés de su hija por la situación económica de su marido, mientras éste conocía hasta las declaraciones de la renta de ella.
No había misterio en la postura de Leire: confiaba en su marido y le amaba. No le hacían falta averiguaciones ni preguntas: estaba plenamente convencida, sin pensarlo siquiera, de que si un día ella no pudiera trabajar y se viera sin medios propios, Chemo se ocuparía de ella y el niño.

Y... pagaría cara la confianza depositada en su esposo.

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