26 noviembre 2006

XVI

Cap.VII

El Principo del Fin


Leire llevaba una semana esperando, cuando decidió acudir a la farmacia.


Desilusión: allí no había ninguna rayita rosada.

A los quince días, sin novedades, decidió probar de nuevo, el fín de semana, sobre todo porque estaba Chemo en casa.
Algo le decía que “esta vez, sí”.


Apenas durmió en toda la noche y, por no despertar a su esposo, dejó pasar con impaciencia infinita las horas. Hasta que a las seis de la madrugada, ya no pudo más:

Le temblaban las manos cuando escrutó el bastón; y no pudo contenerse cuando encontró la ansiada rayita de color pastel.

.- ¡¡ CHEMO, CHEMOOOOOOOO!!. ¡¡“Estamos EMBARAZADOOOOOS”!!

A todo esto, debían de ser dignos de espectáculo circense los botes que, de pie sobre la cama, daba Leire mientras anunciaba a su esposo, medio dormido, la buena nueva.

.- ¡¡Chemo, despierta!!, ¿lo has oído? ¡¡Mira: mira el bastón!!

La respuesta de Chemo podía haber sido la misma de un iceberg ártico, si hablasen:

.- Ya, ya… vale… ¿y no podías decírmelo a otra hora?, ¡que son las seis de la mañana!

Leire pensó rápidamente que ese no podía ser el hombre que llevaba insistiendo más de un año sobre el tema; que la había abrumado con libros sobre inseminación artificial; cuya familia la había presionado tanto que había estado muy a punto de la obsesión y la paranoia; el mismo que la había instado a pasar por el quirófano…


¡Pero era tan feliz!, tan dichosamente feliz, que se fue a la terraza, a respirar el aire del nuevo día, sintiendo que aspiraba por dos, para dos, sintiendo una ternura infinita…
Mientras Chemo daba media vuelta en la cama y dormía de nuevo.

Mucho tuvo que luchar Leire para que Chemo la acompañase a las ecografías de su bebé: Leire no quería que su marido se perdiese nada de lo relacionado con su hijo… y qué mejor forma de empezar a amarle que ver su figurilla en las ecografías. Y es que Leire amaba ya tanto a su hijo que deseaba que Chemo sintiese lo mismo que ella.
Chemo acudía a casi todas las citas, bien es cierto que con cierto aire de fastidio porque, según él, “los hombres no van a estas cosas”. Pero A Leire le daba igual, con tal de que la acompañara.
Con cuatro meses de embarazo, pudieron ver la perfectamente moldeada cabecita de su hijo, y algo más: un varón.
En el álbum de fotos del niño, están hoy día todas las ecografías que le realizaron a su madre.

Leire se sentía estupendamente. Quitando un pequeño sangrado, sin importancia, al principio del embarazo, todo iba bien: nada de náuseas, ni antojos o malestar de ninguna clase.
Tantos deseos tenía de conocer a su hijo que, en sueños se le presentaba: un bebé muy “largo”, rubito y delgado, Leire, al recordar por la mañana esas “fotos” de su subconsciente, pensaba: “este hijo mío nunca será precisamente gordo”.
Por supuesto, su rostro al nacer ya le era perfectamente conocido.

Leire acudía puntualmente a su trabajo, a los Juzgados y a donde hiciese falta, aunque rezaba por no tener que desplazarse en su coche, pues en ese estado comenzaba a tener prevención por todo lo que pudiera dañar a su bebé.

Aunque su médico le aconsejó que si sentía ganas muy fuertes de fumar (Leire fumaba más de dos paquetes diarios en el despacho), no las reprimiera, Y Leire se esforzó por el bienestar de su hijo y apenas (porque algún cigarrillo sí fumó) fumó en todo el embarazo y la lactancia.
Se le aconsejó tomar un huevo (cocido, frito, en tortilla, como fuese) al día, por ser la yema fuente de oligoelementos importantísimos para su bebé. Y así lo hizo, junto a medidas propias como tomar más verdura, comer algo de carne (a Leire nunca le gustó la carne.. hasta arcadas le daba prepararla), aumentar el consumo de fruta y líquidos (sobre todo cerveza, por lo del ácido fólico… eso sí: sin alcohol. A Leire ni le gusta el alcohol ni lo tolera su metabolismo) caminar… de hecho no padeció ni diabetes gestacional; ni necesitó aporte extra de hierro hasta el octavo mes de embarazo. Todo perfecto. Salvo por las pesadillas que soñaba acerca de Chemo:

El inconsciente de Leire parecía estar siempre preparado para proporcionarle información sobre los problemas con los que se acostaba o cualquier situación a la que le hubiera dado más de una vuelta en su mente a lo largo del día. Muchas veces, Leire reconocía y recordaba esa valiosísima información. Pero, durante el embarazo ( ni ella misma se explicaba por qué, como no fuera por el loco trastoque que sus hormonas despertaban en todo el cuerpo) los sueños eran más vívidos y mayor su capacidad para recordarlos al detalle). Y Chemo los protagonizaba prácticamente todos: hacíendo el amor con una y otra desconocida.
Leire, atrapada en el sueño, intentaba hacer gritar al dolor que sentía ante semejantes escenas; y despertaba pataleando, manoteando las sábanas e intentando abrir paso en su garganta a un desesperado “¡no, no, no!”.
A la mañana siguiente, Leire comentaba a Chemo su noche de pesadilla y él reía de lo absurdo de los sueños de su esposa.

Con el tiempo Leire comprendió que esas infidelidades en sus sueños no eran sino el aviso de una gran deslealtad.

En agosto, estando de vacaciones con su marido en casa de los padres de éste (tercer año de casados que Chemo se negaba a pasar algún tiempo con la familia de Leire) comenzó a encontrarse mal:
Estaba en su sexto mes de embarazo y el bebé ya venía con el aviso ginecológico de “feto grande”. Por otra parte, durante todo el embarazo, el bebé se había “puesto cómodo”: los pies en un riñón de su madre y la cabeza en el otro… completamente atravesado.

Las molestias se fueron convirtiendo en dolor y Leire le comentó a su marido que se encontraba lo suficientemente mal como para no seguir las vacaciones… necesitaba regresar a casa. Y se encontraba tan asustada… ni siquiera tenía a su madre cerca (mejor dicho, sí: a cuatro kilómetros, pero no podía estar con ella, por la exigencia de Chemo de pasar los veranos completos con su familia).
Las visitas de una hora no le servían de mucho a Leire, que ansiaba estar con su madre en esos momentos en los que, a su suegra, lo más cariñoso que se le ocurría era decirle “¡Anda, cabrona!·” (y es que Leire, por mucho que se esforzaba, no era capaz de encontrarle el “gusto” a esas expresiones)

La noticia del regreso adelantado no sentó muy bien a la familia de Chemo pero, por una vez, Leire hizo oidos sordos. Cada día se encontraba peor.

En septiembre, se reincorporaba Chemo a su antigüo trabajo en El Centro, y Leire se vio sola y acudiendo a duras penas a su trabajo, hasta que no pudo más y hubo de dejarlo, esperando recuperarse con el paso de los días.

Pero no fue así:

Leire temía que un mal movimiento hubiera dañado a su bebé o a ella. Porque, además de su trabajo en el despacho, ocho horas al día, hacía la limpieza de su casa aún estando embarazada y cargaba con la compra y todas las tareas del hogar… Chemo fregaba los platos alguna noche… pero jamás supo lo que eran la plancha o la aspiradora o siquiera hacer la cama.

Leire estaba asustada: las noches se hacían eternas… hasta las siete de la mañana no lograba rendirla el cansancio, noche tras noche, día tras día…

Los dolores eran tales que no la dejaban siquiera moverse y hasta el aseo diario era una tortura: ni aún podía subir las piernas hasta el borde la bañera.
Llegó un momento en que no podía apenas caminar, porque el dolor, desde la cadera hasta el dedo meñique de cada pie, era tan intenso que pasaba las noches y los días en agonía. A veces deseando morir y al instante, arrepintiéndose de pensar semejante cosa: se aseguraba a sí misma que pasaría pronto y dejaría de sufrir. Su bebé nacería pronto y se acabaría el dolor.

Los fines de semana, para no “molestar” a Chemo, Leire abandonaba la cama y se mudaba al sofá. Al menos su esposo podría dormir y ella llorar a solas, como cada noche desde que comenzó aquél sufrimiento de dolor.

En el comienzo del sétimo mes de embarazo, Leire no pudo más y pidió a su ginecólogo que la ingresase. El dolor no cedía y ella estaba muy asustada. Además, comenzaba a perder la sensibilidad en las manos y las piernas.

No muy convencido, su médico ordenó el ingreso.
Leire permaneció en el hospital una semana y, durante ese tiempo, recibió la visita de sus padres y también de los tíos de Chemo: éste, en su trabajo en El Centro, sólo acudió a verla una vez.
Yy los padres de Chemo, brillaron por su ausencia.

A los cuatro días de su ingreso, ningún médico había visitado aún a Leire.

La cuarta noche, sitió un revuelo de camillas en el pasillo y la puerta de su
Habitación se abrió en tromba. Alguien corrió la cortina que separaba su cama de la gemela y, oculta tras la sábana de separación, Leire escuchó voces apresuradas:

.- ¡¡Ponle la vía, rápido!!

.- ¡¡¿Pero dónde se la cojo?!!. ¡Tiene los venas destrozadas, aquí no hay forma!!!

.- ¡Qué sé yo!. ¡Prueba en una pierna!

.- ¡Más sangre!. Hay que hacer cultivos y saber de dónde procede la fiebre.¡Cuélgale entre tanto un suero y tal antibiótico!. ¡Se nos va, se nos va!…

Durante ni sabe cuánto tiempo, Leire escuchó horrorizada los esfuerzos de los médicos por estabilizar a la paciente de la cama de al lado. Al fín, casi de madrugada, todos se fueron y quedó a solas con su compañera de cuarto, a la que apenas escuchaba respirar.

Leire tomó una decisión y salió del cuarto, en dirección al mostrador de las enfermeras:

.- Buenas noches, perdonen… -se dirigió a las enfermeras de guardia- Deseo el alta voluntaria. Verán: han pasado cuatro días desde que ingresé y aún no ha venido ningún médico a visitarme. Además, la paciente que ha ingresado esta noche en mi habitación…

Las enfermeras se apresuraron a comentar que la paciente de al lado era una toxicómana muy conocida de ese servicio, pero que no era “peligrosa”. Tan sólo debía Leire guardarse de mostrar alguna joya o dinero y no pasaría nada.

“No entienden nada”, pensó Leire:

.- Miren-intentó explicar- Lo que me asusta no es que sea toxicómana o que pueda robarme el camisón. El problema es que estoy embarazada de siete meses y esa chica ha llegado con una fiebre altísima y una infección tremenda, a causa de no se sabe qué.
Me asusta que pueda ser algo vírico y pueda contagiarme y, por ende, a mi bebé. Por eso, y porque llevo aquí cuatro días sin que me hayan hecho una sola prueba, es por lo que quiero el alta.

Previamente, Leire había llamado a Chemo y le había explicado lo que estaba pasando: Chemo no estaba conforme con la decisión de irse del hospital de su esposa, pero dijo que a la mañana siguiente la iría a buscar si todo seguía como ella le contaba.

Entre la negativa de Chemo a sacarla de allí esa misma noche y los intentos de las enfermeras por quitarle importancia al miedo de Leire, se quedó allí también esa noche.

Las enfermeras debieron comentar el episodio con el ginecólogo; y esa misma mañana se presentó una profesional de rehabilitación a hacerle unas pruebas: pasó una aguja por los dedos de las manos, los brazos, los dedos de los pies y las piernas de Leire… y descubrieron que sufría parestesias en las extremidades.
Leire no podía sentir las agujas.
Esa tarde la llamaron a consulta con el ginecólogo, y Leire avisó a Chemo, por si podía estar presente.
El ginecólogo les informó de que los síntomas no eran gestacionales. Era algo al margen del embarazo y tenía todos los visos de ser esclerosis múltiple… Leire debía someterse inmediatamente a exámenes médicos más exhaustivos: placas lumbares y pruebas nucleares. Si continuaba ingresada, se las efectuarían sobre la marcha, en caso contrario podría tardar más de un año en tener acceso a las pruebas.

Leire lo meditó un momento y decidió pedir el alta: si estaba tan enferma, nada arreglaría por hacerse las pruebas en ese momento y, en cambio, podía perjudicar a su bebé irremisiblemente. Por nada del mundo quería que nada pudiese dañar a su hijo.

Leire volvió al sofá y a las noches iterminables de agonía. Los médicos la aconsejaron tomar medio anti-inflamatorio cuando ya no aguantase más el dolor, pero Leire decidió que eso no le haría efecto y, por tanto, aguantaría sin tomar nada. Por la salud de su bebé.

La madre de Leire, preocupadísima por el estado de su hija, le pidió que no se quedase sola (ya que, durante la semana, Chemo trabajaba y vivía en El Centro) y fuese a vivir con ella. Durante unos días, Leire aceptó pero, entre las obras colindantes a la casa de sus padres, con excavación y explosivos incluídos, que hacían retumbar hasta el suelo de la casa, y que veía a su madre levantarse noche tras noche para comprobar como estaba y procurarle toda la comodidad que estaba en su mano ofrecerle... pensó que no podían seguir así… ni por el ruido, que podía afectar a su bebé, ni por la preocupación que su estado generaba en su madre, quien ya tenía bastante con la enfermedad del padre de Leire, de la que, en días, sería operado.

De modo que Leire volvió a la casa de su esposo.

Una vez que dio a luz, y en una visita que hizo al traumatólogo, amigo de sus padres, éste le confesó que la había visto en la calle en una ocasión: ella salía del coche de su marido… iban al cine, y Chemo tuvo que ayudarla a salir del vehículo porque apenas podía moverse sin sentirse morir de dolor. Leire le había visto en esa ocasión pero... hacía tiempo, desde que empezó el dolor, que no tenía humor ni para saludar… además se encontraba mal pensando en la pena que debían dar sus doloridos movimientos y su tremenda barriga de siete meses.
El amigo y médico le dijo que no se había atrevido a acercarse a ellos porque, al principio, se dedicó a observar sus toscos movimientos con ojos de profesional; y luego se sintió tan preocupado por lo que vio que le había asustado la posibilidad de acercarse a saludar, preguntar y enterarse de algo funesto.

Lo cierto es que Leire se encontró mejor en el último mes de embarazo, aunque las piernas le fallaban, como si se rompieran repentinamente: al subir un escalón o dar el siguiente paso. Aún después de dar a luz, subía dos escalones y se encontraba, repentinamente, en el suelo.

Sigue desconociendo que le sucedió; y los episodios de dolor se repiten esporádicamente, aunque ahora puede tomar un anti-inflamatorio para poder descansar.

En esos meses se encontraba Leire demasiado sumergida en sus oleadas de dolor y angustia como para meditar en la indiferencia de Chemo sobre su estado.
Es en la actualidad cuando, siempre la perspectiva del tiempo y la memoria, percibe con claridad la actitud de aquél.

Y es que, tiempo después, supo Leire, primero por su amiga Irma y su marido, a quienes Chemo se había confesado y, más tarde por él mismo, que había dejado de quererla durante el embarazo… Chemo sostuvo el engaño durante dos años y medio.

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